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en plena ideación del #4 de pido perdón
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Está claro que para algunos esta situación primaria es extraordinaria, llena de amor y receptiva, un cálido tejido de relaciones que sostienen y alimentan a la vida en su infancia. Sin embargo, otros se encuentran en circunstancias de abandono o violencia o hambre; son cuerpos entregados a la nada, o a la brutalidad o a la falta de sostén. No obstante, no importa en qué punto se materialice esta situación, el hecho es que la infancia constituye una dependencia necesaria que nunca dejamos totalmente atrás. Los cuerpos deben ser todavía aprehendidos como algo que se entrega para ser cuidado.
Para luchar contra la opresión se necesita comprender que nuestras vidas se sostienen y se mantienen de forma diferencial, ya que existen formas radicalmente diferentes de distribución de la vulnerabilidad física de lo humano en el mundo.
(Butler, Judith: "Deshacer el género")
Si, como dice Adorno, “en la ceguera del amor (…) anida la exigencia de no dejarse enceguecer”, esa ceguera parecería corresponder a la primacía de la fascinación, al hecho de que desde el inicio estamos implicados en un modo de relacionalidad que puede tematizarse de manera cabal, someterse a la reflexión ni conocerse cognitivamente. Ese modo de relacionalidad, ciego por definición, nos hace vulnerables a la traición y al error. Podríamos desear ser seres totalmente perspicaces, pero eso significaría renegar de la infancia, la dependencia, la relacionalidad, la impresionabilidad primaria; sería el deseo de erradicar todas las huellas activas y estructurantes de nuestras formaciones psicológicas y vivir en la ficción de ser adultos plenamente cognoscentes y dueños de nosotros mismos. A decir verdad, nos convertiríamos así en el tipo de seres que, por definición, no pueden estar enamorados, ciegos y enceguecidos, ni ser vulnerables a la devastación, ni quedar sometidos a la fascinación. Si fuéramos a responder a la ofensa con la afirmación de que tenemos el “derecho” a no recibir ese tratamiento, trataríamos el amor del otro como una atribución, y no como un don. Por ser un don, ese amor exhibe la insuperable calidad de la gratuidad. Es, en el lenguaje de Adorno, un don entregado en libertad. Pero, ¿es la alternativa el contrato o la libertad? O bien, así como ningún contrato puede garantizarnos el amor, ¿sería también un error concluir que el amor, por lo tanto, se da de modo radicalmente libre? En rigor, la falta de libertad que anida en el corazón del amor no corresponde al contrato. Después de todo, el amor por el otro será, por necesidad, ciego aun en su saber. El hecho de que en el amor estemos obligados significa que, al menos en parte, desconocemos por qué amamos como lo hacemos y por qué ejercemos invariablemente mal nuestra capacidad de juicio.
Butler, Judith: "Dar cuenta de sí mismo")
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