viernes, 26 de marzo de 2010

vidas breves


Mientras preparamos el #4 del zine, con el inestimable aporte de amigos, vamos rematando el querido #3: por correo están saliendo los envíos que debía y acá les subo una de las vidas breves que salieron en el último nro., gracias a Ile que escribió tan cruda y sinceramente sobre aquello que es parte de nuestra realidad pero que se invisibiliza como tantas otras cosas: "hay niños que tuvieron infancias terribles. Hay otros que nunca fueron niños. Hay niños locos también, sí. Hay un hospital psiquiátrico para niños (el Tobar García, único en el país y Latinoamérica)".

VIDAS BREVES

“(…) es tal la concentración de cosas dichas contenidas en estos textos que no se sabe si la intensidad que los atraviesa se debe más al carácter centelleante de las palabras o a la violencia de los hechos que bullen en ellos. Vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas (…)” Michel Foucault

Ésta es, quizá, una de mis secciones favoritas del zine, aunque sea una de las más terribles. La intensidad de estas vidas breves que son relatadas acá es mucha. Y aunque se muestra con toda la crudeza de su cotidianeidad, estos relatos tienen la rara capacidad de saltarse el sentimentalismo manipulador que emplean los medios masivos de comunicación cuando se ocupan de los “temas sociales”. Escuché de boca de Ile hace ya un tiempo la historia de J que van a leer más abajo y quedé desvastada. Supe que quería compartir esa historia con ustedes. Pero a mí me pasa algo parecido a lo que cuenta Foucault que le pasaba en “La vida de los hombres infames”: mi incapacidad me impide escribir algo más que una cita. Por eso lxs dejo con este texto que escribió Ileana, después de insistirle por meses para que inaugure estas Vidas Breves (cosa que terminó haciendo magníficamente Marian en el #2 del zine). Una vez más, las vidas breves –o abreviadas por los poderes- con las que nos topamos todo el tiempo nos dejan repicando la pregunta acerca del por qué de la injusticia.


Infancia de juguetes, leche chocolatada, galletitas y la tele. Infancia de amigos en la cuadra, muñecas, bicicletas. Infancia de recreos en la escuela, álbum de figuritas, tarea para el hogar. Infancia de alguien que cuidaba por nosotros, en algún lado.

Y qué pasaría si todas las infancias no transcurrieran así? Quién querría escucharlo?

Hace demasiados años atrás, Freud nos avisaba que la infancia era cualquier cosa menos inocente y pura. Nos hablaba también de la infancia como un tiempo lógico, donde lo vivenciado se vuelve marca que determina considerablemente el camino posterior.

Hoy me siento a escribir sobre la infancia que más me ha cautivado, con la que más he trabajado, y la que más angustias me ha despertado.
Hay niños que tuvieron infancias terribles. Hay otros que nunca fueron niños. Hay niños locos también, sí. Hay un hospital psiquiátrico para niños (el Tobar García, único en el país y Latinoamérica). De ahí vienen las historias que vengo a contar.

J tiene 16 años, y es su tercera internación en el hospital. De chica vivió con su familia, en una casa donde era golpeada por sus padres casi a diario, y abusada sexualmente por sus hermanos mayores. Cuando J tenía 12 años, uno de esos programas religioso-sociales se percata de la situación de abandono, maltrato y abuso que sufrían los niños de la familia, y comienza ocuparse de ellos. J y sus hermanitos más chicos piden quedarse a vivir en el hogar de este programa social, y no vuelven a tener contacto con sus padres. Al mes de estar ahí, J tiene su 1º descompensación psiquiátrica. Escucha voces que le dicen que se mate y que lastime a otros, ve cosas que la asustan terriblemente, amenaza con tirarse del balcón. Es así internada por primera vez. Desde entonces pasa el resto de su vida en hogares, deseando siempre volver al hospital. La última vez que regresa es porque deja de tomar intencionalmente su medicación, volviendo a tener así el mismo episodio que motivó sus internaciones anteriores.
Al llegar la tercera vez al hospital, J dice: “quiero que me maten, quiero morirme, no sé por qué nací”. Nuevamente las voces que la atormentan, las sombras que ve, las noches sin dormir. Al tiempo de estar internada y volver a la medicación las alucinaciones ceden, pero J tiene pesadillas todas las noches donde “hombres malos” la violan, la golpean, la matan. J dibuja en las sesiones conmigo, también escribe en sus cuadernos, lo separa todo con dos títulos: “Esto lo soñé”, “Esto me pasó de verdad”. Hay algo de todo eso que le sucedió que no encuentra forma de inscribirse, y que no cesa de repetirse. J mejora con el tiempo, pero no quiere irse. En el hospital tiene su rutina, sus horarios, la gente de afuera le da mucho miedo, y no confía en ninguna persona nueva. Un año pasa internada hasta que conseguimos un hogar al que acepta irse, un hogar al que le cuesta adaptarse, donde en la primera semana que pasa allí pide a gritos que la traigan de vuelta a la internación, pero del que poco a poco se va acostumbrando. J sigue allí por el momento, quién sabe por cuánto tiempo.

G tiene 14 años y dispone su internación un juez, aunque no cumple con los criterios médicos para estar internada. G es la niña de la que se queja su madre adoptiva: se escapa de la casa, tiene amigos para nada bien vistos (“se va con esos negros a la esquina, le gustan los marginales”), escupe, putea, toma, no estudia, quiere dejar el colegio. La madre se pregunta por qué G no puede ser la niña que ella desea que sea, se pregunta por qué G no tiene amigas buenas con las que irse de shopping. La madre suele olvidarse del pequeño detalle que constituye la vida anterior de G antes de ser adoptada a la edad de 7 años. G vivía en la calle con su madre biológica y hermanos, dormía en los trenes de Constitución por las noches, y durante el día vendía estampitas en la estación. G es separada de su familia biológica por presunciones de abuso y es llevada a vivir a distintos hogares (entre ellos el Felices Los Niños, del padre Grassi). Ahí la encuentra su madre adoptiva, dice que era “la peor de todas”, se tiraba al piso, se arrancaba los pelos. Dice que la elige justamente por eso, y que, como G ya era grande, en un mes tiene lista la adopción y la lleva a su casa (con el deseo oculto de darle amor y “cambiarla”). Allí pretenderá que G olvide todo su pasado, que sea una nena linda y buena, que le guste arreglarse, ponerse vestiditos y jugar a las muñecas. G crece y lo único que hace es demostrarle a su mamá (?) lo equivocada que está en su plan de salvación, ella no quiere ser salvada, tampoco quiere su amor, lo único que espera es que deje de negar quién es. Por eso hace todo lo posible para desafiarla, la insulta hasta cansarse y hace todo lo no se espera de ella. Su madre adoptiva vive con ella hasta que se le termina el sueño de convertir a la pequeña salvaje en una niña bien. Entonces la trae al hospital. La deposita más bien. Con el tiempo dirá que ya no quiere verla, ni vivir con ella. Que vuelva a la calle, si eso es lo que quiere. Dejará de visitarla, hasta finalmente lograr deshacerse de ella (con todo el amparo de la justicia para esto). Más tarde G encontrará a una de sus hermanas biológicas, y se irá a vivir con ella por un tiempo.

A tiene 9 años. Vive con su abuela, y su hermano de 18 (cuyo combo incluye adicciones y delitos varios, una novia de 15, y un bebé de meses). Cuando A tenía 3 años, su madre muere a manos de su última pareja. Previamente había estado varios años presa por matar al padre de su primer hijo. Nadie sabe quién es el padre de A, porque su madre era prostituta. Durante el embarazo de A, ésta consume cocaína y alcohol con frecuencia.
Para cuando A llega al hospital los diagnósticos médicos son varios: Retraso Mental, Pubertad Precoz, Síndrome Alcohólico-Fetal, más los indicios de psicosis. Dentro de este panorama A se desenvuelve lo mejor que puede, mejor aun de lo esperado. El gran problema es su abuela, presuntamente psicótica, adicta ella también, y quien amenazará a todos con matarnos si la separamos de su nieto. “Cómo van a querer separarme de A, él es lo que mi hija me dejó”, me dirá un día llorando, en esos momentos en que me ama y no quiere matarme ni romperme la cabeza con un fierro. A es un objeto de su abuela: lo baña, duermen juntos, y no se separan nunca ya que lo lleva a todos lados con ella (“si lo dejo solo hace lío”). Cada vez que su abuela se va, A entra en profundas crisis de angustia. Otras veces intenta romper todo. Tendrá que pasar el tiempo hasta que A pueda permanecer de a ratos sin su abuela, donde se lo verá más tranquilo, pudiendo jugar y relacionarse con otros nenes (todas cosas que no podía hacer cuando llegó al hospital). Finalmente su abuela se descompensa psiquiátricamente y es internada en el Moyano. A es trasladado a un hogar para continuar su tratamiento, acepta ir porque su abuela podrá visitarlo.

Tres historias que elijo contar. Podría contar tantas más, pero ya no sería un escrito para un fanzine. Ninguna de estas historias tiene un desenlace demasiado feliz, todas te dejan ese gusto en la boca un poco amargo, esa sensación de que se-hizo-lo-mejor-que-se-pudo pero que aun así no fue suficiente. Y no lo es. No es mucho lo que puede hacerse cuando esos Otros de los que nos hablaba Lacan se muestran terribles. Cuando esos adultos que deberían velar por los niños no lo hacen, cuando las instituciones tampoco responden. Por eso elijo hoy hablar de esto. “Hay más luz cuando alguien habla”, dijo una vez un niño al que Freud escuchó una noche.
Ileana.
ilesirena@yahoo.com.ar


NOTA: Cuando lean sobre la buena nueva de que el Ing. Macri quiere cerrar los hospitales psiquiátricos para darle una opción diferente a los pacientes, tómense un minuto y piénsenlo un poco más. Estos pacientes son pobres y locos, es decir, un producto de la sociedad, pero de quienes ésta nada quiere saber. Pobres y locos, que se atienden en predios inmensos, en terrenos que valen millones. Terrenos donde el bueno de Macri desea construir complejos de quién sabe qué, o centros de consumo. Qué va a pasar con los pacientes del Borda, Moyano y Tobar García si los hospitales se cierran? Macri dice que todos irán a centros comunitarios, casas de medio camino, hogares, hospitales públicos generales (sí, claro, poné a un paciente psiquiátrico en una cama al lado de una señora con la pierna rota, a ver qué piensa ésta o si alguien en la sala lo tolera cuando grita por las noches…). Lo cierto es que estas opciones son escasas, y no dan respuesta satisfactoria en la actualidad. Lo cierto es que, si los hospitales se cierran, muchos de estos pacientes van a terminar en la calle, siendo presa fácil para la policía. Si leyeron la historia de J deberían saber que como ella hay muchos que no tienen a dónde ir, que no tienen ni un solo lugar de referencia excepto el hospital. Entonces, antes de tomar lo que dicen los medios, consideren todo un poco más. Lean, discutan, infórmense.

viernes, 12 de marzo de 2010

this is england

apenas termine el receso estival o invernal, nos ponemos a terminar el #4 del zine (yo y lxs duendes navideñxs que me hice traer del polo norte a tal fin)...

mientras esperan, pudene leer esta traducción temblorosa de una intervención bastante desconocida de Foucault en Francia, allá por la década del '70.

pronto más novedades, opiniones sobre el destino de la humanidad, el estado de las cosas y las cosas del estado, lollypops & crisps y abrazos!