jueves, 7 de abril de 2011

corporalidades frágiles


Corporalidades frágiles. Notas en torno a la consideración de la pedofilia en Jeffrey Weeks

Por Laura Contrera


La “tradición sexual” suponía que el sexo era el sino o el destino: lo que uno deseaba es lo que era. La sexualidad clavaba un alfiler como a una mariposa sobre la mesa. Jeffrey Weeks


Things are feeling thinwell I know, I know. Yeah Yeah Yeahs-Pin


Todo el problema está en saber cuáles son los mecanismos positivos que, al producir tal o cual forma de sexualidad, engendran de hecho miseria. Michel Foucault



0. Ansiedades Seguramente muchxs coincidimos en que la sociedad, dada la profunda ansiedad moral que las temáticas ligadas a la sexualidad provocan, confunde muchas cuestiones. Y esta confusión trae mucho dolor en algunos casos. Por ejemplo, se supone que se protege a la infancia cuando se la victimiza y acalla tras las voces de sus representantes. Algunxs también estarán de acuerdo conmigo en que el tema de las relaciones intergeneracionales (concepto no asimilable al de abuso sexual, claro está) merece un debate profundo, serio y responsable. Seguramente también coincidiremos en que este tipo de debate no es el que suele abundar. Pero existe. Buscando aportes que despejen caminos y permitan aparecer las preguntas más que cerrarse en respuestas consabidas encontré un libro que trata de manera sencilla estas “formas intrincadas de poder y dominación que configuran nuestras vidas sexuales”[1]. Y ahora comparto estas notas en torno a la pedofilia tal como la considera Jeffrey Weeks en su libro Sexualidad, con algunas reflexiones que reverberan en mí desde hace un tiempo a partir de la lectura de Michel Foucault, Judith Butler, Eric Fassin, Gayle Rubin, entre otrxs[2].

1. Sexualidades Que lxs niñxs tienen su propia sexualidad es algo que se viene diciendo desde hace más de un siglo. Tal afirmación, que doy por válida, tiene implicancias psicológicas que exceden a estas líneas, pero quizá nos permita salir del cómodo terreno legalista de reconocimiento de derechos o de discusión de la edad del consentimiento, terreno donde suelen asentarse las encarnizadas discusiones sobre abuso sexual y pedofilia. Más allá del tenor de estas discusiones, la existencia de la sexualidad infantil es una constatación empírica en estas sociedades y un presupuesto de toda autonomía de lxs sujetos, no importa su edad. En otro lado decía que la sexualidad ha sido considerada en Occidente desde hace mucho tiempo como uno de los lugares privilegiados por donde se cuela el peligro: “el punto frágil por donde nos llegan las amenazas del mal”, en palabras de Foucault[3]. En la Modernidad, la infancia sometida al interés conservativo/ explotador del Capital y del Estado se delimitó como una zona precaria, rodeada de amenazas. Y la sexualidad que le es propia floreció como un terreno de especial fragilidad desde entonces[4]. En el libro que anoto, Weeks hace una pregunta incómoda para gran parte de quienes, por distintos motivos, nos sentimos interpeladxs por estas cuestiones: “¿el sexo intergeneracional es un cuestionamiento radical de las divisiones arbitrarias de edad o constituye abuso sexual infantil?”.Y aclara que “estas preguntas y muchas otras son clave en la política sexual de los años recientes. Son importantes porque nos desafían a reconsiderar los criterios con los que podemos decidir entre conducta apropiada e inapropiada” (pág. 84). Buen seguidor de Foucault, Weeks busca una perspectiva que tenga en cuenta las relaciones de poder. Con ese marco es menester realizar algunos cuestionamientos: “ya no será posible condenar una práctica sexual porque es homosexual o incluso heterosexual, sadomasoquista o pedofílica. Más bien deberemos empezar a preguntar: ¿qué hace que esta actividad específica sea válida o inválida, apropiada o inapropiada? ¿Cuáles son los factores sociales que la hacen significativa? ¿Cuáles son las relaciones de poder que funcionan en ella?” (pág.85). Diversos autorxs han trabajado sobre la aparición de la infancia como un concepto socio-histórico relativamente nuevo, pero pocxs se han animado a reseñar las intersecciones, cruces y desvíos de tal aparición con los embates del deseo y la proliferación/delimitación de las sexualidades en torno a la edad, al género, etnia, clase, espacios, parentesco, etc. Weeks define la pedofilia como una determinada elección de objeto, que, al igual que la heterosexualidad o la homosexualidad (por referirnos a los dos grandes nombres invisibilizadores de la sexualidad), “en sí no describe nada salvo el hecho de la elección del objeto” (pág.85). Según Weeks, el término “heterosexualidad” incluye “tanto la violación como las relaciones amorosas, tanto la coerción como la elección. Abarca una multitud de prácticas sexuales…” (pág.85). Podríamos seguir este razonamiento hasta el final y constatar que el término “pedofilia” funciona de manera similar, pero con el plus de que la diferencia de edad pasa a ser definitorio en la elección del partenaire objeto de las atenciones sexuales. Y he aquí, me atrevo a adelantar, el eje de la cuestión: las valoraciones adultas de esa diferencia de edad, dato que no supone una mera diferencia aritmética o regulable por ley. También Weeks advierte sobre la esterilidad de algunos debates, que obturan la discusión más que otra cosa. Una vez más, se trata de relaciones de poder. Pero no en el sentido –común- que se ha sedimentado tras la feliz fórmula foucaultiana. Dice nuestro autor: “las relaciones de poder que puede involucrar el sexo se ilustran de modo más radical con la cuestión del sexo entre distintas generaciones. Para la gran mayoría de la población, esto no es un problema serio como tal: se trata simplemente de abuso sexual infantil. Implica a adultos poderosos que usan su experiencia y ardides para obtener satisfacción de niños y niñas sin experiencia y vulnerables. Por otra parte, para los partidarios de la pedofilia, hay una celebración de imagen en espejo de las posibilidades del sexo intergeneracional. […] En lugar de involucrarse en estos argumentos que se excluyen mutuamente, considero más racional volver a examinar lo que esto implica” (pág.86). El escándalo moral en torno al abuso infantil no equivale en nuestras sociedades a nada parecido al respeto y al cuidado. No es más que eso: escándalo. Teniendo en cuenta estas precauciones –los argumentos que se excluyen mutuamente y la necesidad de contextualizar determinadas prácticas y examinarlas como relaciones de fuerzas- Weeks señala la importancia de deslindar una serie de elementos en todo acercamiento a estas cuestiones: la edad ideal para prestar el consentimiento –que varía en diferentes lugares-, las cuestiones de género –en algunos lugares la edad del consentimiento varía según la asignación genérica-, la cuestión étnica, etc. Y finaliza diciendo que “al fin de cuentas, tal vez sigamos condenando todas las formas de abuso sexual infantil. Pero ya no deberíamos hacerlo simplemente porque es una sola actividad; más bien tenemos que incluir otros criterios que no son intrínsecos al acto sexual en sí” (pág.87). En esta conclusión Weeks se muestra como el atento lector de Foucault que es[5]. Ni la anormalidad de algunxs ni el calificativo negativo reservado para ciertos actos son la respuesta que buscamos, si es que realmente nos convoca el problema de las relaciones intergeneracionales y el abuso infantil. 2. Fragilidades Este escrito intenta seguir el consejo de Weeks en cuanto a la futilidad de iniciar o proseguir discusiones estériles. Nadie convencerá a lxs child lovers de la inconveniencia de sus prácticas a partir de unas notas apresuradas sobre Weeks y Foucault. No voy a emprender una cruzada antipedofilia. En este punto hago míos los argumentos que algunas feministas, en otro tiempo y lugar, esgrimieron contra el feminismo antipornografía y su conservadurismo feroz que tantos males nos legó. Las cruzadas moralistas antipedofilia piden legislaciones más férreas a un sistema que, por definición, incluye en otros circuitos -al margen de la legalidad- las ganancias de los placeres prohibidos y de las perversiones. Se trata entonces de intentar una reflexión sobre las problemáticas relaciones entre la sexualidad infantil y la adulta (una faz de las relaciones intergeneracionales) que no repita los lugares comunes que se reproducen sin pausa y sin consecuencias concretas en las vidas de quienes soportan o han soportado el peso del avasallamiento de sus sexualidades. Esto poco tiene que ver con sofisticaciones intelectuales. Un problema como éste debería tratarse de manera seria. Porque el avasallamiento de las sexualidades infantiles se produce antes de que efectivamente haya acaecido el hecho tipificado (el abuso, la violación). La mirada moral y temerosa de la sociedad bienpensante ha engendrado y seguirá engendrando eso mismo que teme para sus tiernos frutos. La vigilancia –parental y estatal- impide por su propia definición la producción de una autogestión responsable del cuerpo infantil –acorde a su camino evolutivo, claro. El peligro difuso de la sexualidad autoriza todo tipo de controles y toma contornos definidos: el miedo delinea cuerpos que desconocen sus posibilidades de resistencia, como ha sucedido tradicionalmente con las mujeres y la violación. Seguir pensando –y produciendo- a la infancia como una víctima ineluctable de las voracidades adultas no la ha mantenido a salvo. La infancia es sometida cotidianamente, de distintas maneras, en esos espacios de superposición entre género, sexo, clase y etnia[6]. Este sometimiento configura las subjetividades infantiles: cuerpos inermes, expuestos a todo mal, niñxs que no conocen sus potencialidades ni disponen de esos cuerpos[7]. Pero que advirtamos esta producción de cuerpos frágiles como los infantiles o que reconozcamos la autonomía de estas corporalidades no nos dispensa del cuidado y de la responsabilidad. Hablar de la producción de la infancia –y su sexualidad- como un terreno de fragilidad y controles no presupone que el cuidado sea un elemento a desterrar. No sugiero tampoco que haya reaparecido en el cuidado de lxs niñxs y en la vigilancia de las sexualidades adultas en relación a esxs niñxs el fantasma represivo decimonónico –el fantasma que levantaba las sábanas de los pequeños masturbadores. Se trata simplemente de advertir la gestión biopolítica de ciertos cuerpos colocados en una situación vital de vulnerabilidad radical. Una de las preguntas a hacernos entonces es: ¿cuáles niñxs son posibles bajo este régimen político-económico? Niñxs mártires, niñxs víctimas, niñxs frágiles y deseables, pero indefensxs. Esto nos lleva a repensar los paisajes sociales y psíquicos en los cuales surgen lxs niñxs[8], e implica también hacernos cargo como sociedad del cuidado que no le brindamos a la niñez. En el primer tomo de su Historia de la sexualidad, Foucault hablaba de una economía compleja en materia de sexualidad: prohibiciones, pero también incitaciones, manifestaciones y valoraciones. El peligro difuso bien convive con la incitación a la sexualidad: corporalidades frágiles que necesitan ser protegidas del mal –como vimos, el sexo es el lugar privilegiado para que éste se cuele-y que, a la vez, exhiben su fragilidad –una definición de la inocencia tal vez- como un valor a ser tomado y resignificado por otro: un adulto varón, preferentemente. El discurso sobre la infancia está cargado de idealización, tanto en las retóricas victimizantes como en las románticas que esboza cierto discurso pedófilo. Asistimos impávidxs al desfile de imágenes sacralizadas e hipersexualizadas de la infancia. Niñxs inocentes, niñxs víctimas, niñxs abandonadxs o perdidxs: una representación de lo inocente, puro y frágil como deseable, por maleable, por no corrompido. Lo puerilizado como atractivo, por débil y aún no formado (porque lo pueril es lo propio del niño, pero figurativamente también es lo ingenuo o lo trivial, lo infundado). Quien se autodefine pedófilo está atado más que nadie a ese dispositivo. No son monstruos anormales ni amorales, los pedófilos están siendo producidos en esta sociedad, no en el espacio exterior. La misma sociedad que se piensa antipedófila aplaude a niñas de jardín de infantes que bailan sensualmente como en el concurso de las starlets televisivas. Y no es una contradicción, como canta Loquero en Ghost in the F.O.R.A . Ahora bien, ¿dónde están las voces de estos cuerpos frágiles? Acalladas, dirán algunxs. Por los discursos del saber (psi, sobre todo), por los discursos del derecho y la representación (madres, padres, tutorxs, encargadxs, el Estado en su faz asistencial y pupilar, etc.). Por la ansiedad moral y el pánico social. De los homosexuales, de las mujeres, de las travestis o de lxs intersexuales, se ha dicho mucho, pero ellxs también han hablado. Lxs niñxs, en cambio, nada dicen al respecto. No hay discurso a favor de la pedofilia emanado de lxs niñxs. ¿Es llamativo? Weeks habla de “disparidad de intereses entre adultos y niños” (pág. 82). Esa sería quizá una razón válida para esta constatación. Las diferencias entre las generaciones son arbitrarias, socialmente establecidas. Y su traducción legal puede ser más que vacilante. Así como tembloroso es el deseo que nos anima a veces. Pero hay disparidad entre los niveles de relación y de socialidad de niñxs, adolescentes y adultxs. Esta disparidad debería ser tenida en cuenta para que las relaciones eróticas, amorosas, apasionadas, placenteras o afectivas con otrxs sean relaciones éticas más que relaciones violentas o meramente consentidas, como veremos más adelante. 3. Miserias Las relaciones intergeneracionales existen, son variadas y operan diversos presupuestos en ellas. Se pueden citar numerosos ejemplos en torno a la autoridad parental, escolar y estatal, donde la obediencia y el control asumen un rol preponderante. La diferencia generacional instituida pivotea generalmente sobre los viejos conceptos jurídicos de la incapacidad y minoridad de lxs niñxs, traducción legal del tema moderno de la inmadurez de la razón infantil. Más allá de las transformaciones históricas palpables, tales postulados no están caducos en las instituciones sociales. Y necesitan cuestionamiento, claro está. Las divisiones por edad son arbitrarias, como constata el dispositivo de poder-saber. Cierto discurso pedófilo deduce de esta constatación la radicalidad de su cuestionamiento a las arbitrariedades instituidas[9]. Aduce a su favor la también constatada existencia de una sexualidad infantil. Y se asume como una minoría sexual respetuosa de las autonomías infantiles, en su autoproclamado esfuerzo por cuidar a la infancia, respetando la capacidad infantil de decidir ejercer o no su sexualidad con un adulto. En este esfuerzo teórico se pierden de vista los distintos factores sociales que hacen significativa estas prácticas concretas, como advertía Weeks. En su lucha por desmarcarse del estigma de la perversión como construcción médico-jurídica, cierto discurso pedófilo busca homologarse con la homosexualidad, en el camino recorrido desde ser considerada un pecado contra natura, pasando por la patologización hasta llegar a la normalización de sus expresiones en muchas sociedades. Tal homología omite deliberadamente que en la pedofilia, a diferencia de la homosexualidad o el lesbianismo, “se trata de la imposición de valores adultos sobre los niños, y como los niños no pueden responder del mismo modo que los adultos, no pueden entrar en el mismo debate porque es un nivel relacional distinto”[10], como dijo Weeks en una entrevista. Además de soslayar por completo la dimensión ética de las relaciones afectivas. Como escribió con admirable concisión Cristina Corea: “en el abandono, hay un exceso de representación de la autonomía infantil; en el abuso, un exceso de la representación de la responsabilidad del niño a causa de sus derechos.”[11]. Hay abuso en muchas relaciones intergeneracionales y éste es merecedor de sanción no porque la violencia en términos sexuales sea lo peor que puede pasarnos. Tampoco porque la mancha de una relación intergeneracional vaya a quedarse indeleblemente en nuestra piel, marcando un camino único –el de la normalidad o la anormalidad- en la gestión de los placeres. Hay abuso porque se fuerza una relación que debería ser de cuidado hasta el límite mismo donde roza la dominación. Judith Butler señala acertadamente que los debates en torno a la realidad del abuso sexual infantil y de ciertas relaciones intergeneracionales tienden a definir erróneamente el carácter de esa explotación: “no se trata simplemente de que el adulto imponga de manera unilateral cierta sexualidad, ni de que el niño fantasee de manera unilateral con cierta sexualidad, sino que se explota el amor del niño, un amor que es necesario para su existencia, y se abusa de su vinculación apasionada”[12], dice. No hace falta suponer únicamente niñxs completamente inocentes, mudxs e indefensxs –lo mismo vale para las mujeres, las personas trans o racializadas, etc.-, víctimas de la violencia física o psíquica de un adulto para condenar toda forma de avasallamiento que se le ejerza. Lxs niñxs deseantes deberían poder encontrar la agencia del deseo propio, en toda circunstancia, sin imposiciones de ningún tipo, como advierte Butler en sus obras. Esto es algo simple en su enunciación, pero no así en la práctica. No creo que la sexualidad sea la definición de nuestro yo o la nota distintiva de nuestra “normalidad”. Las corporalidades no son homosexuales, lesbianas, heterosexuales o sadomasoquitas simplemente porque “nacieron así”. Tampoco se “nace” pedófilo. Porque la sexualidad no es un dato natural[13] ni una simple traducción en moldes culturales de un dictum biológico. No llevamos una alfiler clavada en el sexo cual mariposas secas, por más que durante tanto tiempo la scientia sexualis haya querido exhibirnos tras vidrios transparentes. Que la sexualidad sea modificable, variable y diversa implica que está abierta a nuevos cuestionamientos que salgan de la condena moral de los actos per se para llegar a la crítica y a una política activa en torno a cómo gestionamos nuestros placeres de manera ética con nosotrxs mismxs y con lxs otrxs implicadxs. Reconsiderar los criterios de lo apropiado y lo inapropiado, lo prohibido y lo permitido o, mejor aún, lo ético para salirnos de los discursos normalizantes no implica desconocer las relaciones de poder en juego en nuestras elecciones sexuales. Menos aún puede suponer minimizar el impacto probable o el daño eventual que una actividad o elección pueda tener sobre unx mismx y sobre lxs demás, especialmente cuando la autonomía personal de otrxs pueda quedar implicada de una manera no elegida por esa otra corporalidad afectada. Hay que insistir en la noción del cuidado de sí y de lxs otrxs para no imponer unilateralmente el deseo. Esto es algo que excede en mucho al esquema del consentimiento que se suele manejar cuando consideramos cuestiones de relaciones intergeneracionales y abuso infantil. La pregunta que hay que hacerse, individualmente y como sociedad, fue formulada por Foucault: “cómo comportarse éticamente en relaciones placenteras con los demás”[14]. La ética del cuidado de sí -y de lxs otrxs- como práctica de la libertad en la que insisten las últimas investigaciones del filósofo puede servirnos de guía para plantear seriamente la autogestión de las sexualidades infantiles. Como sugiere Eric Fassin, la renuncia a la psicologización de las sexualidades y sus modalidades podría cambiarse por su politización. Fassin encuentra también que el debate en torno a criminalizaciones y derechos “permite hacer explícitas, y en consecuencia poner en duda, las normas implícitas que rigen los comportamientos”[15], dejando al descubierto lo que el trabajo de naturalización deja cubierto: las relaciones de poder. Según Fassin, el esquema foucaultiano estaría completo si salimos de la alternativa consentimiento/violencia mediante la introducción de un tercer término, que no puede confundirse con ninguno de los anteriores: el poder[16]. Pensando así con Foucault y Fassin quizá podamos recuperar la dimensión política que suele escaparse cuando se plantea en términos de indignación moral la violencia aberrante ejercida contra ciertas corporalidades (niñxs en este caso, pero también mujeres, trans, inmigrantes, pobres). O cuando, por el contrario, se utilizan argumentos radicales para justificar las propias prácticas y deseos adultos en relación a niñxs. Las sexualidades adultas invasivas generan miseria. No sólo la violencia física o psíquica y sus huellas son los estigmas que hay que sacar a relucir. Porque se sobrelleva el avasallamiento (pensemos solamente en ciertas prácticas escolares naturalizadas que giran en torno a la obediencia como formar fila, repetir de memoria lecciones, honrar a padres fundadores guerreros, etc. o en las familias “funcionales” y “disfuncionales” y todo su abanico de controles), pero el precio siempre es demasiado alto. Revertir el estatuto de víctima, burlar las trampas asignadas por género o clase, no convertirnos a su vez en adultxs avasalladorxs o meros reproductores de nuevas víctimas para un sistema demasiado voraz, todo eso es muy costoso. Pensarnos como sujetxs autónomos y capaces de agencia, de gestionar nuestros deseos, todo eso se torna complejo. Dije con Weeks que la pedofilia se caracteriza por su elección de objeto. Y que la diferencia de edad, que es un factor más entre tantos en una relación S/M, heterosexual u homosexual, etc., cobra una relevancia distintiva. Implica lo que Weeks denominó “un nivel relacional distinto”. Esa amplitud significativa entre la edad de un adulto deseante y su objeto de atracción es el lugar donde debemos detenernos[17]. Reconocer la autonomía que le es propia a la sexualidad infantil no autoriza a la demanda deseante abusiva de otrxs. Llevar esta cuestión al confuso y poco cuestionado plano del consentimiento, ficción liberal que supone individuos en igualdad de condiciones para decidir y negociar sus vinculaciones afectivas, omitiendo la complejidad de las relaciones de poder que nos implican y nos posicionan diferencialmente, implica un nuevo avasallamiento vestido de respeto a los derechos de la niñez. No sólo la violencia física o psíquica puede resultar abusiva. Se puede abusar de una vinculación apasionada de las corporalidades infantiles y de su dependencia respecto de otrxs. Se puede también abusar, como sugiere Corea, de la representación de lxs niñxs portadores de derechos. Es por esta triste interacción de factores que me animo a sostener que ciertas vinculaciones intergeneracionales son abusivas en estos términos y otras son éticamente inaceptables, por más que lxs adultxs implicadxs las tilden de románticas, consentidas, recíprocas o no violentas. Esto no significa tratar a lxs niñxs como “menores” incapaces o no oírlos en sus propias demandas deseantes y en su potencial de resistencia. Pero debo decirlo sin rodeos: no por perversa, no por amoral, no por anormal, la pedofilia, del mismo modo que la heteronormatividad obligatoria o la homonorma, no implica respeto ni reconocimiento de la autonomía sexual infantil. Engendra de hecho miseria. Que las escuelas, las familias o la religión también lo hagan no exime de responsabilidad a quienes se asumen pedófilos. *** En el cuento de Silvina Ocampo “La raza inextinguible”, lxs niñxs juegan a construir, a limpiar, a vender, a fabricar, mientras lxs adultxs descansan o se dedican al ocio y a los placeres. Lxs niñxs están exhaustxs. La pretensión de autosuficiencia, del mundo perfecto hecho a medida, persiste y se defiende. Ciertxs adultxs “pretenden ser niños”. Otrxs, inescrupulosxs, quieren ocupar esos lugares junto a lxs chicxs. Pero el sistema se mantiene: lxs padres, “un poco por egoísmo, un poco por darnos el gusto, implantaron esta manera de vivir económica y agradable”.

[1] Weeks, Jeffrey: Sexualidad. Paidos, México, 1998, pág. 21. Todas las citas de Weeks que siguen pertenecen a este libro. Entre paréntesis aparece el número de página. [2] Por lo menos desde hace dos décadas resulta de sentido común que no hay verdad (única) del sexo ha ser develada tras prácticas, cuerpos e identidades asignadas. Años de teoría y prácticas feministas, post-feministas y queer nos enseñaron bien. Pero a mí aún me quedaba un velo. La verdad primera (o última), reprimida y vergonzante, de mi experiencia infantil de la sexualidad, del consentimiento, de la violencia y de la culpa. Primero tuve que quitarme el sayo de víctima al que fui adscripta desde mis primeros años y que seguí llevando mucho tiempo. Después, transitar algunas experiencias de activismo y lucha. En torno a eso se gestó un zine, Pido perdón, un fanzine sobre cosas que pasan en la infancia. Este zine y su devenir me contactó con mucha gente. Sorpresivamente, un día alguien autodenominado pedófilo inició un diálogo un tanto unilateral conmigo. Más allá de las vicisitudes de la comunicación, creo que intentaba convencerme de la validez de sus posturas. Ser convencida era consentir, de alguna forma. Por eso, quizá, volví a mis viejas notas sobre Weeks y afines. Sé que esto que escribo es, en alguna medida, un testimonio. Pero es un testimonio que quiere ser una herramienta. Cuando las personas intersex comenzaron a politizar las identidades intersexuales el testimonio devino saber -como escribió Cheryl Chase en Hermafroditas con actitud, “transformando así las experiencias personales de violación en una oposición colectiva a la regulación médica de los cuerpos”-; en este devenir dejó de ser un mero saber testimonial para ser acción (eso se lo escuché decir a Mauro Cabral). No pienso que mi voz esté más autorizada que otras. Pero lo que sí sé es que no tuve las herramientas a mi alcance a tiempo: muy pronto fui sometida al trabajo incesante de la compleja tecnología de la victimización. Y a callar. Para nosotrxs el silencio. Las palabras autorizadas las tienen otrxs, siempre. Tampoco quiero decir que sólo mi experiencia me autoriza a hablar o, peor aun, a erigirme en voz representante de una imposible comunidad de criaturas abusadas en la tierna infancia, ese espacio de eterna inocencia mancillada por los poderes voraces. Lo que digo es que es hora de repensarnos en tanto víctimas, para saltar desde ese espacio profanado y silencioso hacia otro de acción. Y en otro plano, que no es sino el reverso esperable, la revisión de los dispositivos que nos produjeron (y seguirán produciendo) como víctimas propiciatorias de subjetividades encarnadas, crecidas y criadas en estas sociedades de control y capitalismo tardío, para desasirnos –todxs- de las redes del poder adheridas a las salientes de nuestros cuerpos-campo-de-batalla. [3] Foucault, Michel: Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Siglo XXI Editores, México, 1995. Pág. 63. [4] Contrera, Laura: Lirios, rosas, mariposas: notas incompletas sobre nuestras sexualidades infantiles avasalladas. Texto leído en el marco de las Noches raras organizadas por la Comuna de Emma, Chana y todas las demás, en la materia “Abordaje comunitario I” del curso Psicología Comunitaria, Facultas de Psicología UNA (Sajonia), Asunción, Paraguay, 29 de julio de 2009. [5] Tanto en sus obras editadas como en los cursos que impartió en el Collège de France, así como también en entrevistas (entre ellas la emisión radial que circula muy poco en nuestro medio y que se conoce como La ley del pudor), Foucault trabajó el surgimiento de dispositivos articulados en torno a la sexualidad humana, mecanismos productores de sujetos y reguladores de las poblaciones. También se refirió -de manera dispar- a las relaciones intergeneracionales y a la violación de las mujeres, para problematizarlas, de un modo que, con la ayuda de una lectura “desinvisibilizadora” de ciertos feminismos y teorías queer y post-feministas, nos resulta aún indispensable para abordar de una manera no lineal y simplista estas cuestiones. [6] No se trata de variables “superpuestas” de opresión, sino de espacios de “superposición” entre género, sexo y raza, en una red compleja de relaciones mutuas. Cfr. Preciado, Beatriz: Saberes_vampiros@War Beatriz Preciado, http://czc-virtual.blogspot.com/ [7] Contrera, Laura: “Abuso, infancia y poder: Palabras que hasta ahora me estaban misteriosamente prohibidas” en Revista Periférica, número 2, año 1, octubre/noviembre 2008. [8] Butler, Judith: Deshacer el género .Paidós, Barcelona, 2006. [9] Subrayo enfáticamente que se trata de “cierto” discurso pedófilo, que no es el predominante en los foros y sitios de intercambio. Desde esta postura se busca deslindar la violación y el abuso infantil de las relaciones románticas y sexuales consentidas con niñxs. Evidentemente, como escribió Weeks en el libro que anoto, no hay una pedofilia única. En general, la proliferación de identidades y prácticas sexuales es fácilmente constatable en la cotidianeidad, no sólo en los libros e informes especializados. [10] http://www.elpais.com/articulo/portada/vez/dificil/definir/perverso/elpepusoceps/20090222elpepspor_6 /Tes [11] Corea, Cristina: El niño actual: una subjetividad que violenta el dispositivo pedagógico. http://www.estudiolwz.com.ar/textos/texto.htm [12] Butler, Judith: Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Ediciones Cátedra, Madrid, 1997. Pág 18. [13] “En efecto, las cuestiones sexuales tradicionalmente son naturalizadas; de este modo, pueden escapar al debate político. El acoso o la violación se presentan como hechos de la naturaleza, al igual que la heterosexualidad del matrimonio o la ausencia de mujeres en la esfera pública. Su politización, ya sea que se trate de género o de sexualidad, de las separaciones entre hombres y mujeres, o entre adultos y niños, de la dominación masculina o, incluso, de la jerarquía de las sexualidades, corresponde a un esfuerzo de desnaturalización de las categorías sociales”. Fassin, Eric: Somnolencia de Foucault. Violencia sexual, consentimiento y poder. Texto originalmente publicado en Prochoix, dossier “Harcèlement contre consentement”, núm. 21, verano de 2002, pp. 106-119, publicado en español en Estudios Sociológicos XXVI: 76, 2008, http://revistas.colmex.mx/revistas/8/art_8_1187_9097.pdf. [14] Foucault, Michel: “La ética del cuidado de sí como práctica de libertad”, diálogo con Raúl Forote-Betacourt y otros en Boston College, 1984, en El yo minimalista y otras conversaciones. La Marca, Bs.As., 2003. Pág. 148. [15] Fassin, Eric: Somnolencia de Foucault. Violencia sexual, consentimiento y poder. Op. Cit. [16] Dice Fassin en el texto que vengo citando: “No se trata tanto de preservar el consentimiento frente a la violencia, sino más bien de definir sus condiciones de posibilidad dentro de una relación de poder”. [17] En nuestras sociedades occidentales, las relaciones entre adolescentes y adultxs jóvenes no implican en muchos casos tal diferencia de nivel relacional.